Saturday, June 29, 2013

Mogón de mis amores




Allí donde confluyen Las Aguascebas y el Guadalquivir existe un pueblecito no muy numeroso en habitantes que se llama Mogón (Jaén);  está ubicado en una vaguada a veinte km, de Cazorla y a ocho de Villacarrillo. Allí, entre cardocucos y jaramagos, pasé  los mejores años de mi infancia.
Nací en Madrid pero pasé mi niñez en Mogón. Hoy, gracias a una amiga de Facebook me he reencontrado con mi infancia. Ana de Luis, que así se llama  mi amiga, ha subido un montón de fotos  de un lugar, que, como tantos otros de la geografía española, parece estar de moda como visita turística, se trata de la sierra de Segura y las Villas. Allí pasé de los tres a los ocho años de mi vida, esa época que tanta huella deja en todos nosotros y  cuyos recuerdos solemos recobrar cuando nos acercamos a la edad senil; cobran tanta importancia que quienes padecen de Alzheimer suelen remitirse a ellos con frecuencia.
Mogón era una aldea anclada el siglo XIX con la mayoría de las casas sin luz eléctrica. Los niños jugábamos a ser José María el Tempranillo o los siete niños de Écija, personajes épicos del bandolerismo español  y sabíamos perfectamente lo que era un badil, un candil, o unas trébedes, y, como no, las cabrillas que producía el calor del brasero en las mujeres y los sabañones, debido al frio, que dejaban huella en nuestras manos.  Convivíamos con el flis matamoscas, el azulete, la sosa caustica, el matarratas, el cieno del Guadalquivir  y los sabores, olores  y colores de las algarrobas, alcauciles, higos, higos chumbos , brevas, moras, granadas, caquis y sobre todo de los melocotones, esos melocotones que nunca he vuelto a encontrar ni siquiera  en mis numerosos viajes particulares por países de gran parte del  mundo y los que conocí en mis treinta y cinco años como tripulante de cabina de Iberia; esos sabores, olores y colores de mi infancia que jamás recuperaré  se ubican en Mogón
. El colegio estaba a pocos km.,pero yo tenía que cruzar el Guadalquivir por un puente desvencijado que se cimbreaba como uno de esos puentes chinos antiguos entre montañas y cuando el río venía crecido se convertía  en una aventura atravesarlo. El queso y la leche en polvo enviados por los americanos también los conocí en ese Mogón de mis amores. Aunque lo teníamos prohibido, los niños jugábamos entre cuevas inaccesibles para los mayores donde no era difícil encontrar restos de armas moriscas; era, ya lo he dicho, una España profunda seguramente no tan diferente de la de otros muchos pueblos de la España negra de la época.
Mi familia tenía un cortijo en un altiplano de la sierra de Bujaraiza que visitábamos con frecuencia. La cercanía y la vista de Chorrogil, que nosotros llamábamos el Chorro, imponía su presencia y su ruido en un paraje inolvidable. 
Bujaraiza y el charco de Mariángeles, donde según rezaba la leyenda descansaban los cuerpos de un montón de caballos despeñados por el desfiladero eran el infierno para un niño a la grupa de un familiar  sobre una mula o un caballo.
Con todo, siempre me quedará el sabor de un melocotón que no he vuelto a recuperar, el recuerdo de las buenas gentes de los pueblos humildes  y el agradecimiento a mi amiga por recordarme gracias a esas fotos de esos sitios que no veía desde hace sesenta años, que fueron años preciosos de mi vida en el Mogón de mis amores.

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